Visita a la selva III

 

 

Luego de aterrizar en el aeropuerto de Puerto Maldonado, subimos a una combi que nos trasladó hasta la ribera del Río Tambopata. Aquí nos aguardaba un lanchón, una especie de colectivo acuático, única manera de moverse por estos pagos, que nos llevaría hasta nuestro alojamiento. En el camino, dado que era mediodía nos sirvieron una especie de  guiso de arroz y hongos envuelto en unas grandes hojas de una planta común de la zona.

 

Después de aproximadamente una hora de navegación río arriba, llegamos hasta la posada donde pasaríamos los próximos días.

Esta construcción hecha totalmente con maderas de la zona, sobreelevada por medio de pilotes a un metro del nivel de suelo, cuenta con cuatro cuerpos principales, separados entre si por largos pasillos. Dos corresponden a los dormitorios, otro al recibidor y le cuarto a la cocina, bar y comedor.

Luego de explicarnos lo que sería la rutina diaria, nos asignaron el dormitorio de cada uno y hacia allá nos dirigimos.

Cada habitación, separada de las vecinas por paredes de cañas es amplia y muy luminosa ya que falta una de las paredes. Es simplemnete un gran ventanal que da a la selva. Cuenta con dos camas de plaza y media, protegidas por tejidos mosquiteros. En realidad la habitación tiene solo cortinas como puertas, incluida la que conduce al baño.

Después de un breve descanso, nos reunimos en el lobby y partimos con nuestro guía por una de las sendas abierta en la selva, hacia un mirador construido por la comunidad.

Nos encontramos con una torre de 37 metros de altura construida de caños estructurales y que se mantiene erguida gracias a unos tensores de alambres. El ascenso es lento y las escaleras parecen interminables. Por fin llegamos a la cima, desde donde tenemos una vista increíble del techo de la selva. Estamos unos metros arriba de la copa de estos gigantes que se distinguen por distintos tonos de verdes, algunos coloridos porque están en floración Observamos bandabas de aves, loros en gran parte que se alimentan en los árboles y a lo lejos  una postal  con el río que serpentea entre la selva.

La posada no cuenta con luz eléctrica. Solo la parte de la cocina tiene un pequeño generador. El comedor se ilumina solamente con velas y el resto de las instalaciones con farolas a kerosen. Estos son prendidos al oscurecer y a las nueve de la noche el personal pasa para pagar todas las luces.

Esa primera noche en la selva donde se hizo difícil conciliar el sueño, será inolvidable. Por un lado ese gran ventanal que nos acerca a la espesura. Por el otro, la delgadez de las paredes, la falta de puertas nos hace sentir fuertemente la  pérdida de intimidad. En coro, a la par de los sonidos salvajes propios del lugar se escuchan voces susurrantes, risas apagadas  y ruidos humanos, extraños, difíciles de reproducir.   

A la mañana siguiente, antes que amaneciera, partimos iluminados por nuestras propias linternas  hacia una collpa de loros, que se encuentra sobre las márgenes del río, siguiendo un sendero que nos llevo unos veinte minutos de caminata.

Frente a la collpa, nos ubicamos en un puesto de observación construido a tal fin, esperando la llegada de las aves que buscan alimentarse. Nos encontramos allí con estudiantes universitarios que hacen trabajo de investigación sobre la población de loros y guacamayos del parque. Después de aclarar comienzan a llegar los loros y los más esperados: los grandes guacamayos, hermosos animales, muy coloridos y ruidosos. En completo silencio los observamos y tomamos infinidad de fotos para luego regresar al albergue a desayunar.